Escrito por Alejandra Carreño Santamaría

La odié cuando la sentí por primera vez a los catorce años mientras miraba una película de Harry Potter y tuve que salirme del cine porque sentí que el corazón se me iba a salir. La detesté cuando duré más de seis meses con miedo a entrar un cine porque pensé que en cualquier momento me iba a desmayar. Quería salirme de mi cuerpo cada vez que me montaba en un taxi y me faltaba el aire a pesar de que la ventana estaba abajo. No nos soportamos durante muchos años y solo pude empezar a empatizar con ella cuando pude reconocerla: ansiedad generalizada.

El diagnóstico llegó después de una depresión clínica. Pero ella y yo ya llevábamos conviviendo durante muchos años, solo que no entender lo que te pasa e ir en contra de eso, porque no sabes cómo manejarlo, termina ser agotador. Hablo de ella porque es parte de mí, no esa cosa ajena de la que me puedo desprender fácilmente. Con el paso del tiempo la he aprendido a ver como una amiga; a veces nos llevamos bien por largos períodos de tiempo, otras veces no la entiendo y no la quiero ni ver, así que intento distanciarme por más difícil que sea y hay ocasiones en que se vuelve tan insoportable que me hace llorar, gritar y desesperarme, pero sé que una ruptura definitiva no es posible.

Ella es curiosa e inquieta, igual que yo, aparece a veces con hormigueos en las manos en la mitad de la calle de la nada, otras veces llega como pensamientos invasivos que comienzan pequeñitos y cogen tanta fuerza que no me dejan dormir y otras simplemente con un desubique, empiezo a desconocer qué está pasando y hay una incomodidad extraña que no me deja estar tranquila. Pero intento entenderla, le hablo, nos hablo, y empiezo a usar herramientas que he aprendido a lo largo de los años; terapia, psiquiatras, ángeles, cristales, imanes, vitaminas y doctores. Han sido de grandísima ayuda en mi proceso y, a medida que he avanzado, también he aprendido a escoger qué es lo que más me funciona. No ha sido fácil poder lidiar con ella, pero estamos aprendiendo a convivir las dos.

Es tan impredecible que a veces llega sin avisar y tengo que prepararme. Pero la conozco tan bien, que con el paso de los años y las experiencias que he atravesado, he aprendido algunas cosas que me han ayudado en este camino que transitamos juntas.

Respiro lenta y conscientemente con intervalos de tiempo mientras escucho una canción que me gusta. Me aterrizo en el presente a través de los sentidos, cuando siento que un ataque de ansiedad se aproxima. Empiezo literalmente a sentir, escucho lo que pasa a mi alrededor, veo lo que está sucediendo en ese momento y así no me permito elevarme, especialmente cuando estoy sola.

A veces hago ejercicio, pero lo que verdaderamente me ha ayudado es tener un sistema de soporte como el que tengo. Con amistades que se quedan hasta dos horas al otro lado del teléfono, calmándome, escuchándome y haciéndome entender que no es tan grave como yo lo creo, o mostrándome la otra cara de una historia que mi ansiedad no me deja ver, eso sí, sin disminuir lo que estoy atravesando. Con una familia que también ha buscado a mi lado soluciones cuando estoy viviendo con la ansiedad cogida de mi mano. Ha sido un recorrido largo de más de diez años en el que voy probando y descartando hasta encontrar lo que más me ayuda.

¿Qué clase de amiga soy si no me tengo paciencia ni a mí misma?

Una de las lecciones más importantes que he aprendido con la ansiedad a mi lado, es que me falta más empatía conmigo misma. A veces la dureza con la que me hablo me impresiona y me hace cuestionar la relación que tengo con mi mente, mi cuerpo, mi espíritu y mi alma. ¿Qué clase de amiga soy si no me tengo paciencia ni a mí misma? Alguna vez alguien me dijo ‘‘trátame como te tratas a ti’’, y me hizo cuestionarme justamente eso, si era bondadosa, paciente o empática con las situaciones o los pensamientos que se atravesaban en mí. Si estaba lista para cambiar aquello que no me gustaba de mí o aceptar con amor aquello que no era tan fácil de transformar. Como una buena amiga, la ansiedad hizo espejo mostrándome cosas que tal vez no hubiera podido ver de otra forma y trabajarlas.

La parte más difícil era no saber qué me estaba sucediendo. Ya, una vez diagnosticada, pude empezar a manejarla. Sé lo insoportable que puede llegar a ser vivir con ansiedad. Hay meses en los que salir de mi casa se convierte en una decisión que me toma horas, he tenido ataques en la mitad de la calle, en un bus, o en mi cama, que duran minutos que se hacen eternos, y también sé lo que es no poder sacarse un pensamiento de la cabeza que después se convierte en miedos traducidos en loops de escenarios imaginarios que me hacen mucho daño. Pero también soy consciente que evitarla o resistirla solo la hacen más fuerte e insoportable.

Sé que no todas las amistades son iguales. Cada quien tiene sus rituales, sus conversaciones y sus dinámicas establecidas. Pero yo entendí que resistirme a ella es más doloroso. Por eso tuve que amigarme con ella. Verla a los ojos, preguntarle qué es lo que está sucediendo, apoyarla en lo que puedo, abrazarla si es necesario. Ser gentil conmigo, que se traduce en ser gentil hacia ella. Saber que van a existir días malos en los que ninguna va a querer estar con la otra, pero también ser consciente que no todo es crisis y puede haber días y hasta meses de calma.  Y yo no digo que la ansiedad no pueda desaparecer, solo digo que, en mi caso, después de más de diez años de intentar desprenderme completamente de ella, hoy tengo 27, dejé de resistir, para aprender a convivir.

Si hay algo que tengo claro, es que ninguna amistad tiene un camino lineal, igual que el que yo tengo con ella y que cada vez son más las posibilidades para manejarla, controlarla o entenderla. Pero odiarla y desesperarme cada vez que aparece, es odiarme directamente a mí y yo prefiero hacer tregua con ella y tratarme con amor, mucho amor.