“La “nalgueó”. Tan cagada ese man”.

Tal vez eso fue lo que pensaron mientras yo me sumía en el shock de la agresión por unos segundos. ¿Quiénes? Bueno, el señor de aproximadamente cincuenta años que estaba regando las matas del antejardín de su casa a menos de cinco metros de mi shock, y el largo vigilante de la cuadra por la que yo iba caminando esa mañana.

Escribía a mi novio por Whatsapp y repasaba mentalmente la lista de quehaceres del día cuando escuché el motor de una moto acercarse poco a poco, un tanto más despacio de lo normal. En ese momento no pensé que fuera a suceder nada raro, quizá solamente se acercaba a su destino. Pero no fue así.

Cuando la moto pasó por mi lado sentí un golpe en mi nalga izquierda, o músculos glúteos izquierdos si nos queremos poner más técnicas todavía. El hombre que iba en la moto me dió una palmada en la nalga sin más ni menos, como si tuviera todo el derecho y fuera injusto no hacerlo, porque “¡¿cómo ignorar una cola así?!”, dispuesta y sola en plena vía, con un movimiento envolvente casi hipnotizante. Una nalga de una mujer de veintitantos años.

No me contuve. La rabia tomó el mando y ya no importaba lo que tuviera que hacer de momento. Salí corriendo para ver su placa pero fue demasiado tarde; la moto se alejaba rápidamente, mucho más rápido de lo que se había acercado.

Entonces el desconcierto, la indignación y el miedo me invadieron de inmediato. No te esperas ser agredida mientras vas a la estación del transporte público, no te lo esperas a no ser de que lo hayas naturalizado.

No te esperas que te toquen sin tu consentimiento, que te piropeen en la calle, que te muestren sus genitales o te hagan señas obscenas sin razón aparente. Sin permiso tuyo, sin escuchar, con todo el derecho que nadie les otorga pero que todos suponen tener.

Después de pensar en lo que me había ocurrido mientras seguía con mi día como si nada hubiera pasado, como si ni una hoja hubiera caído por ello -porque obviamente el mundo no para de girar, la vida sigue y hay que crear resiliencia-, llegué a mi casa para contarle a mi abuela y a mi mamá. Su reacción no fue la que yo esperaba, al igual que la reacción de uno de mis amigos, entre risas disminuidas decían: “eso pasa mucho, relájese”, “la próxima no se va por ahí”, “vos tan feminista y mirá lo que te pasa”… Dentro de su cinismo tenían razón.

Que te toquen o acosen sexualmente en la calle, que se crean con el derecho de pasar por encima tuyo, que no les importe, que la gente no te apoye cuando les contás cuando te has sentido vulnerada y vulnerable: eso pasa, sigue pasando y seguirá pasando si seguimos viviendo y apoyando una cultura de la violación en donde además no creamos lazos fuertes entre mujeres.

Pero además tenían razón porque yo, una mujer joven y feminista, estaba haciéndoles show en lugar de querer entender la situación en un contexto más amplio y actuar consecuentemente. Me había quedado en el shock mirándome el ombligo.

Por eso no solo se trata simplemente de poner hashtags en nuestras fotos y comentarios motivacionales en las redes sociales sino de crear espacios seguros donde podamos apoyarnos, escuchar, darnos consejos y sobre todo tomar acción frente a nuestros problemas más cercanos. Crear sororidad y acción política es importante para nuestra cotidianidad y algunas solo nos damos cuenta de esto cuando la realidad de muchas nos empieza a tocar más de cerca la carne y el alma.

“Cali Calentura”, como me gusta pensar en mi ciudad, me dió la espalda una vez más. Dejó permear la desigualdad a la par de los rayos del sol, haciéndome recordar el porqué escribir sobre nosotras y para nosotras se vuelve una acción disruptiva en la vida diaria, en lo habitual y porqué escuchar, apoyar a otras personas y denunciar esos actos de violencia es primordial. Recordé la importancia de no callar y trabajar en conjunto desde la cotidianidad, el poder y la fuerza en nosotras.